Tomi Ungerer
Amor
y hierro. (1 de 7)
Para
los iconoclastas la imagen pintada de Dios es un acto de soberbia al tratar de
limitar lo que no puede ser limitado.
Cualquiera
de sus iconos es un propósito fracasado al enseñarnos únicamente el rostro de
un hombre y no el de Dios, y también un pecado de idolatría al querer que lo
adoremos como si la imagen fuera realmente divina.
Dios
no es un coto vedado, dicen, la mano del hombre no puede dibujarlo aunque sus
ojos podrán verlo si tienen la suerte de contemplar una auténtica Verónica,
imagen milagrosa realizada por la autoimpresión del rostro del mismo Dios en
una superficie.
Para
los iconoclastas, en el seno y en la génesis de cualquier imagen se esconde ya
su falta y su lacra, el deseo de trascendencia, ese extraño fruto que nos
promete su sabor y su virtud más allá de él, fuera de él aunque sea con él.
Pero
eso es imposible, es una quimera la tentación de mirar a lo lejos y ver de
nuevo aquello que vieron Adán y Eva al comer la manzana del árbol. Ninguna
imagen es producto de la magia ni tampoco consigue ser una pipa (Magritte),
sólo es el dibujo de una de ellas aunque su poder sea el de convocarla.
¿Las
imágenes son realmente unos demonios, o simplemente lo pretenden sin llegar a
lograrlo nunca? ¿Ése es su juego, su engaño?, ¿son una patraña?
A
veces parecen unas potestades, genios aterradores o juguetones, ángeles caídos
o que nunca llegaron a ascender, encarnaciones materiales de seres invisibles y
poderosos que incitan al mal al convertirse en unas ventanas que nos permiten
conocer verdades que no nos incumben.
En
otras ocasiones sólo son el artificio de un ilusionista.
Las
imágenes, sin embargo, tienen una larga historia, antigua, fértil y también
prometedora aunque mi hermano y yo siempre hemos afirmado que el presente -y
buena parte del pasado inmediato- del mundo de la imagen ya no se encuentra en
la pintura ortodoxa y convencional que llena los museos y las salas del llamado
Arte Contemporáneo, incluidas las performances con su mezcla de plástica y
representación. Y sin olvidar incluir también a la fotografía “artística”.
Una
gran parte de este mundo debemos buscarlo en la humildad de la imagen impresa,
de las ilustraciones que acompañan, o no, textos ajenos o que sirven, ellas
mismas, como base para los relatos de los tebeos, las tiras gráficas, el
reportaje periodístico, la ilustración, la escenografía, las revistas de moda y
la publicidad convencional.
Humor
y aventura, caricatura y ternura en miles de historias y cuentos infantiles
para niños, y también para adultos. Ironía y sarcasmo en artículos literarios,
técnicos o políticos. Seducción y reclamo en anuncios de perfumes sofisticados
y detergentes domésticos.
La
pintura que conocemos sólo sirve para colgar de las paredes como si fueran
cortinas que las ocultan.
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