Amor
y hierro. (6 de 7)
Pero...
las palabras no pesan y las estrellas se apagan antes que lo haga una cerilla.
Los perfumes se evaporan y la alegría queda sepultada por la tristeza y las
decepciones de la vida. Las personas no escuchan y buscan en los demás las
muletas que necesitan para caminar, los pájaros vuelan del nido y nunca
regresan.
Su
anhelo dura lo que tardan en olvidar la primavera pasada.
No,
la vida y el amor no son una consecuencia lógica la una del otro, ni tampoco ninguna
secuela derivada, no hay una exacta relación entre ambos, no son la causa ni el
efecto.
No
es necesario que nadie sea más atractivo, incitante ni excitante, que una
lavadora moderna, más simpático que un lavavajillas para solteros o más
interesante que un televisor portátil.
Únicamente
la soledad importa, ella ya es una provocación suficientemente poderosa para
buscar compañía en su seno y volvernos a mentir. Soledad a cambio de soledad.
La
soledad es la verdadera tentación, es lo que buscamos erradicar en el cuerpo
del otro, en ese amasijo de carne que no es la nuestra queremos depositarla,
pero ella nos la devuelve como un eco, ampliada, multiplicada y siempre
mancillada, más sola que antes porque el otro no es nada más que una imagen
descarnada, sin “histoire”, solitaria
y muda, es un signo roto, un ramo de flores, una cuerda con un solo cabo y con
un gato al lado, erizado y amenazador.
¿Y
la belleza del cuerpo, su juventud, salud y lozanía? Un anestésico, un olvido, una
niebla, apenas algo que oculta lo que somos y, sobre todo, lo que fuimos.
¿Y
qué fuimos?, aquello que nunca diremos, quizás porque nunca lo supimos.
Nadie
recuerda el día en que nacimos, ¿tan horroroso fue?
Por
todo ello, y precisamente ahora que soy un anciano y mi cuerpo está zurcido y
remendado por multitud de costuras, en este instante grave en que mis órganos
han sido casi totalmente reemplazados por un buen catálogo de prótesis
ingeniosas, comprendo que el mejor rostro es el de una trituradora y la más
dulce sonrisa el de un microondas, todos ellos superan al madero del Cristo de
los Maderos y al pilar de la
Virgen del Pilar.
Ya
no quiero ser Superman ni Jesús Crucificado, no deseo casarme con Superwoman,
pero no puedo vivir sin el amor de María Magdalena.
Mi
memoria languidece y ya no recuerdo ni con quién me acosté en mi juventud
dorada ni quién era la que estaba al otro lado de mi cama. Se me olvidan los
compañeros de juegos, se borran los nombres de mis amigos y mis rivales, no sé
quién había tras la red que nos separaba en aquellos lejanos partidos de tenis,
no debí de tener ninguna conversación interesante con ninguno de ellos, quizás
me aburrieron o los aburrí yo, o no fueron en ningún caso la consecuencia
lógica y necesaria de algo importante. ¿Me amó alguna mujer?
Creo
que no.
¿Qué
puede haber en esta vida que merezca ser recordado?, ¿un televisor averiado o
una aspiradora loca?
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