Amor
y hierro. (4 de 7)
Nacido
en 1931, T.U. pierde a los 4 años a su padre. La biblioteca que hereda de él
llega a ser un elemento clave de su sólida formación en la casa de sus abuelos
maternos. Vive la guerra europea y en 1956 se traslada a los Estados Unidos de
Norteamérica, publicando su primera obra en 1957, “Los Melops se lanzan a
volar”, un libro infantil. A partir de entonces no cesará de trabajar con
un gran éxito de crítica y de público.
Su
popularidad presente, sin embargo, ha sido consecuencia no sólo de las
ilustraciones para niños que le dieron prestigio, fama y notoriedad profesional
y sí de los dibujos eróticos y políticos, que, a modo de ironía, se han
convertido en el contrapunto perfecto a su obra para la gente menuda.
Aquí
presentamos una pequeña muestra variada de ellos, destacando también algunos de
su trabajo publicado en 1970 con el título de: “Fornicón”, una sátira sobre los
juguetes eróticos.
A
lo largo de toda su carrera profesional, el grafismo de Tomi Ungerer se ha
caracterizado por una gran claridad expresiva, en los cuerpos y en los rostros,
la simple línea negra sobre el blanco del papel es trazada con un gesto natural
y práctico sin efectismos innecesarios. Sus iconos, y la escena que ellos
cuentan, se muestran limpios, bien dibujada la intención y el significado que
pretenden ofrecer, agrio y corrosivo. Su buena capacidad caricaturesca confiere
también a sus personajes la personalidad precisa que permite identificarlos y
conocerlos.
No
obstante, el tiempo no transcurre en balde, y aquella mordaz ironía, su
causticidad elegante y su original acidez que veíamos cuando lo descubrimos en
aquel lejano 1970, se han transformado en un inocente y simpático divertimento
que resulta ya inofensivo al recordarnos, paradójicamente y en buena parte, los
monstruos de los libros infantiles, más simpáticos y tiernos que terribles.
Hoy
en día, su “Fornicón” ya no nos perturba como lo hizo el año de su publicación,
según parece debemos de haber perdido la inocencia que, sin saberlo,
caracterizó nuestra juventud. ¿Por qué?, tal vez porque ya sabemos que más allá
de la alcoba en la que jugábamos a ser papás y mamás hay un cuarto oscuro del
que es imposible escapar.
El
verdadero dilema que las máquinas nos proponen, al igual que las imágenes, es
si deben o no parecerse a nosotros, si han de conservar su aspecto y toda su
personalidad de artefacto o bien ser un mero simulacro humano y una copia indiferenciada;
hay opiniones para todos los gustos, unos prefieren el caucho y la silicona y
otros, en cambio, el frío del brillante acero.
Las
máquinas, y con ellas todas las imágenes y artefactos humanos, guardan en su
interior la pregunta que Philip K. Dick se hacía en su célebre novela: “¿Sueñan
los androides con ovejas eléctricas?
El
mundo ha estado siempre poblado por Gólems, ídolos y robots, todo un sinfín de
autómatas de feria, marionetas y perfiles articulados para sombras chinescas,
negras o coloreadas. Y osos de peluche.
El
Doctor Frankenstein quiso dar vida a un cadáver.
La
teurgia, tal y como indicábamos al principio, fabricaba estatuas vivientes que
no necesitaban tener una apariencia humana, podían ser una simple piedra del
camino o un meteoro caído del cielo, un tronco abatido por un rayo o un leño cortado
por manos humanas. Esos objetos “informes” sólo prestaban una realidad
material, cosificada y terrenal al espíritu del dios para encarnarse y
manifestarse a los ojos de todos. La cosa, el cuerpo del dios, era una puerta
al mundo que los seres invisibles usaban para ir y venir desde su extraño
Olimpo. Entre el “aquí” nuestro y el “allí” suyo había, sin duda, una sutil,
pero eficaz conexión que el mago debía poner en evidencia, y que era, como toda
buena comunicación, de doble vía.
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